El día que volé

Por Oscar Salas

∗ Alta Gracia, Provincia de Córdoba (1957) - Escritor y dibujante |

Tenía 7 años cuando mis padres decidieron que dejaríamos Alta Gracia para vivir un tiempo en Córdoba.

De la casa con calle de tierra, patio con higueras y nogales y vista a las Sierras Chicas, a un caserón antiguo en barrio Talleres, donde las baldosas acanaladas de la vereda hacían bramar las ruedas del camión Duravit que el Niñito Dios me había traído para Navidad. Era de esos juguetes eternos, indestructibles y enormes, a los que un niño de siete años podía montarse y recorrer el mundo remando con los brazos si se lo proponía.

Caras nuevas, vecinos nuevos y entre ellos Felipe, de mi misma edad, que todos los días a las cinco de la tarde aparecía doblando la esquina con sus muletas porque una parálisis infantil le había quitado las piernas. Una tarde se detuvo frente a mí.

—¿Puedo jugar con tu camión?
—Sí… ¿Y vos me prestás las muletas?

Usarlas fue uno de los descubrimientos más alucinantes de mi infancia. Esa sensación de volar a todo lo largo de la vereda arbolada, los pies despegados del suelo y el viento estival en la cara, inundándome los sentidos con el aroma de las flores de los paraísos. Yo era un gigante volando con unas alas de madera sobre un valle de cemento. Y detrás mío venía raudo Felipe, un pirata sin piernas surcando en un galeón con ruedas un mar de olas ruidosas y acanaladas.

Y entonces ocurrió lo inevitable. Más que un trueque fue un pacto entre la niñez y los sueños, un intercambio de antojos que se da cuando la vida es una ronda en la que confluyen las tardes de sol, el viento del estío en la cara y el perfume de las flores de los paraísos aromando los juegos.

Mamá me vio entrar a la casa con las muletas de Felipe.

—¿¿De dónde sacaste eso…??

Antes que yo atinara a responder sonaron los golpes nerviosos en la puerta. Mamá la abrió para encontrarse con la cara desencajada y de ofuscación de la mamá de Felipe. Y con mi camión Duravit, que la mujer sostenía como un monumento al reproche entre las manos.

Todo volvió a la normalidad y cada cual conservó lo que por mandato materno y sentido común le pertenecía.

Poco tiempo después nos volvimos a Alta Gracia. Y mucho tiempo después crecí. Algunas tardes de verano me acuerdo de Felipe, el niño sin piernas que un día me prestó sus alas.

 

Ilustración: Alejandro Barbeito 

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1 respuesta

  1. Silvina López dice:

    qué hermoso relato! te recuerdo Oscar Salas, papá o familiar de Camí, una amiga de mí hija Celina, en el primario Mantovani. Saludos!

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