Memoraciones

Por Elena Siró

∗ Bell Ville, Provincia de Córdoba. Desde temprana edad vivió en distintos pueblos de Santa Fe, principalmente en Firmat, recalando definitivamente en San Lorenzo - Poetisa, dramaturga y directora de teatro |

De allá por mil novecientos treinta y seis vivo en el centro de Rosario, en Sarmiento al novecientos. Asisto a una escuela cercana, la Escuela Normal N° 1. Todo me ocurre como en un sueño. Soy frágil, sufro esas fiebres misteriosas de las que habla el poeta Rilke. Mi padre es fotógrafo y dibujante, mi madre se hace fotógrafa de galería cuando mi padre contrae una enfermedad común en la "década infame" que hacía estragos en los nostálgicos inmigrantes.

Vivo mecida en coplas asturianas, todo se dice en coplas, refranes que esos pastores traen de su Cántabro natal.

Tengo para mí que la poesía no es mérito mío sino una suerte de predestinación que me viene de esos astures que no olvidaban su acervo. La copla reiterada me concede una suerte de ejercicio con la rima y el ritmo. Entonces, a solas, juego con ellas.

Fue una patria muy soledosa la infancia, tal vez una elección. Toda mi juventud transcurre en Rosario, ciudad que amo y a la que se me ocurrió llamar: “la pequeña París.

Apreciación que vino a confirmarme Beatriz Guido en sus clases de Historia del Arte en las que con insistencia nos recomendaba: - Miren hacia arriba, allí está nuestra ciudad y su memoria. Puedo morir arrollada por el tránsito pues no abandoné jamás esa costumbre de mirar hacia lo alto: balcones, ventanas, ciertos vidrios de ventanas y los pintorescos cenadores allá en la azotea, hacia el frente, una techumbre sostenida por cuatro columnas donde los europeos pudientes se hacían llevar la comida en las noches caniculares.

Volviendo a la niñez recuerdo que todo lo hacía corriendo.

Algún atardecer me invadía no sé qué gelidez que derivaba en llanto. Tal vez presentía el desenlace de la enfermedad de mi padre con quien, al borde de su lecho jugaba al ajedrez. Cuando nadie se prestaba a mi apetencia constante de hacer una partida, jugaba sola. Ordenaba los trebejos y jugaba con las negras y las blancas, con toda honestidad defendiendo tanto las unas como las otras. Eran partidos solitarios.

Ciertas mañanas acompañaba a mi madre hasta el mercado en la cortada Barón de Mauá y San Luis (nunca pude saber quién era ese Barón) a veces mi madre me compraba dos langostinos por cinco centavos que yo pelaba y comía durante la cuadra y media que llevaba a mi casa. También supe comer castañas asadas en calle San Luis frente a la cortada. Un hombre, muy abrigado, las hacía en un hornillo de zinc, a las brasas. Inolvidable aquel perfume al bosque.

Aquella casa de Sarmiento al novecientos tenía dos altillos, uno de ellos derivaba en una extensa azotea (cubría los cincuenta metros de edificación) por aquella azotea, alguna noche, pasábamos a un local vecino desocupado. Gozábamos, linterna en mano, del misterio y el riesgo. Sobre todo, el riesgo de ser castigados duramente si los adultos nos descubrían.

La educación familiar era rigurosa. Mi padre que seguía sin tregua la Guerra Civil en España, no admitía la mentira y la delación. La única vez que acusé a mi hermano primero me infligió varios chirlos y después castigó al acusado. Cuando pregunté el por qué me respondió: -Por acusar! - Desde entonces con mi hermano constituimos una célula mafiosa...

 

Ilustración: Alejandro Barbeito

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2 Respuestas

  1. lucia dice:

    Muy buen relato. Me gusto.

  2. Alberto Godino dice:

    Me gusta ese modo de contar que me saca del acá y del ahora, al menos por un rato.