Una casa en San Antonio

Por Fernando Agüero

∗ Malagueño, Provincia de Córdoba - Escritor y periodista |

La casa se vendió cuando murió mamá. Tengo fotos en blanco y negro de cuando mi viejo la estaba levantando con su amigo albañil, don Chincuina. Nunca supe el porqué del apodo porque siempre tuvo la fuerza de un apellido.
También tengo una foto en diapositiva que logré recuperar de entre unas cajas de cartón. Ahí está mi viejo con un sombrero de ala ancha revocando una pared o pintando, no sé distingue muy bien.
El verano de 1983 venía difícil para mí. Me había llevado dos materias y una quedó para marzo.
Como todos los años, la familia entera se trasladó a la casita de San Antonio, el refugio de mis viejos y también nuestro. En una piedra laja enterrada en el piso detrás de un sauce eléctrico que creció rápido, mi hermano Eduardo había escrito en alemán el nombre de la casa. Los Picapiedras - decía- y eso éramos, de ahí venía todo lo que teníamos por el laburo del viejo en la cantera.
-Educación Cívica, ¡a marzo!; gritó mamá cuando vio en la libreta verde agua del Monserrat que el promedio no me alcanzaba para absolutamente nada. El apellido del profesor era Basso. Yo creía que el tipo me odiaba, pero, seguramente, no era más que una cara para él entre tanto pendejo de saco azul y corbata bordó. Lo recuerdo alto, canoso y de cara rosácea.
El librito de Cívica también era de tapas verde agua, un color que debe haber estado de moda en los ochenta. No tenía ni cien páginas y recuerdo de él un solo concepto; aquel que dice que el derecho de uno termina cuando comienza el de los demás.
No confío mucho en mi memoria, pero tengo certeza de que la cosa iba por ahí.
Mi viejo no se metía en lo absoluto en mis estudios. Ese era territorio de mi madre y ese año sería el presagio de una sucesión de materias llevadas a marzo y de veranos calientes y días eternos de culo en silla en la casa de mi tía Olguita, en Balnearia.
Física y Matemáticas eran fijas a marzo. La tía es profesora de ambas y dueña de un estilo pedagógico que me hacía temblar por dentro y obedecer.
Ahora pienso que si tuviera al frente a ese “yo” pendejo adolescente, le pegaría un reto fuerte y copiaría los insistentes dichos de Rafael Berrotarán, un inolvidable profesor de Historia: “¡Atendé, zonzo, no ves que esto no sale en los libros!”.
Pero el tiempo es así, no se puede recoger la tanza, pero se la puede mirar y hasta desenredar.
El recuerdo más nítido que tengo me encuentra sentado en una mesa rectangular en el comedor de la casa de San Antonio. Estoy en cuero, con el librito abierto en la mesa, una birome y un cuaderno. Mi viejo arregla las plantas del jardín mientras mamá le ceba mates.
Por la ventana, entre las cortinas, relojeo hacia la casa de enfrente donde están los hermanos Ajmar, mis amigos de verano, Sergio y Mauricio. Los veo pateando una pelota y me puteo en Latín.
La única orden que emanó de mi viejo hacia mí ese verano era que iba a estudiar por la mañana y que después del almuerzo tenía que seguir hasta la siesta. La tarde, libre.
Creo que en dos días leí el pequeño libro de tapas verde agua y un título en letras Arial. Lo volví a leer varias veces más apuntando cosas en el cuaderno.
Con los hermanos Ajmar recorrimos el río todas las tardes, pescamos mojarras y nos sentamos a tomar algo fresco en el alero de la despensa de “la Japonesita”..
Mi viejo se pasó la mitad del verano viajando hacia el laburo en Malagueño desde la casa de San Antonio. Marzo llegó pronto. Mis nervios se aguzaron y cuando caí en la cuenta estaba vestido con saco y corbata frente al tribunal y al bolillero.
Pasé el escrito y en el oral saqué un cuatro. Aprobado.
Después de la venta, nunca más volví a la casa de San Antonio.

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