El momento mágico

Por Silvia Barrios

∗ Salta - Antropóloga |

Ahnaís, Nohién, Nokaís y Nahuekaís, los cuatro Matacos viejos, tal vez los más grandes músicos de su pueblo, pertenecientes todos a distintas aldeas, se quedaron parados en rueda, en la oscuridad. Hacía al menos 20 años que se habían visto la última vez, durante el tiempo de los ingenios, en que eran peladores de caña, antes de que fueran reemplazados, primero por los collas, más resistentes y después por las máquinas.

También hacía más de veinte años que no cantaban ni bailaban pisoteando lunas y lunas... En las aldeas, en el Pago, la música estaba prohibida: era cosa del mundo, del demonio, del pecado. Para no condenarse, según decían los misioneros, ellos callaron. A cambio, ganarían seguro un lugarcito en el cielo y alguna protección en la tierra... Sólo alguna vez se acordaban de cuando Tobas y Pilagáes, Chulupíes y Chaguancos, Matacos y Chorotes, cantaban cada grupo su propia música, todos juntos, sin perder su sentido de pertenencia a un idioma, a una canción, a un pueblo... Sólo alguna vez mordían los cantos para no largarlos al bosque exhausto, para no refundar la polvareda y el universo del mundo, de los sexos buscándose, de la embriaguez de la danza, de los encuentros del pecado. Sólo de cuando en cuando, entre tanto olvido, se obstinaban en aparecer fragmentos obsesivos, pertinaces tiestos de esa antigua alfarería...Y entonces se sumaban al recuerdo los últimos amores, las tinajas de aloja, los más mentados "cancheros", como llamaban a los antiguos lideres del Canto y de la Danza...Y la tracalada de gente, pisando, cantando, viviendo.

Los cuatro viejos, en silencio, parecían un vómito del olvido. Nosotros dos, mirábamos casi sin atrevernos a respirar. Afuera, un alto dignatario de la iglesia prohibidora, estaba de visita en esa aldea, que por concentrar mucha gente de distintos pueblos, merecía su deferencia. Los cuatro viejos, en la oscuridad, eran una mancha del silencio.

Sin una palabra, las lágrimas brillando en los ojos negros como astros en un agujero de agua oscura, los cantores esperaban. Yo, casi sin atreverme a romper la gasa del silencio, musité el nombre del primer tema que a lo largo de años y años de convencer a sus reservas, había conseguido detectar como común en el repertorio de los viejos.

Al mismo tiempo, en el mismo tono, con la misma intensidad, comenzaron. Sin secretos ni pregones, como si en esos veinte años, jamás hubieran dejado de hacerlo. Como si no tuvieran que demostrarle a nadie que el olvido es cosa de los que olvidan. Como si no tuvieran más miedo del mundo, del demonio, del pecado.

Luceros líquidos en el túnel de la mirada se hacían más intensos y las pisadas del canto-danza percutían con sonidos de carne, de pies descalzos, en el piso de tierra del pequeño puesto de salud donde estábamos reunidos.

Se me fueron derramando uno a uno los nombres de los cantos. Los que trabajosamente había aprendido a lo largo de distancias y tiempos mientras esperaba el milagro. El milagro que se producía ahora, cuando le dieron la razón a mi empecinada fe. El milagro que mostraba que la música no se había muerto, que aún era posible para esos cantores boquiatados, para esos pueblos silenciados, recuperar o al menos conocer como había sido el mundo sonoro del tiempo de los abuelos... Y para el otro mundo, el de más aquí de la frontera, enfrentarse con la sorpresa de que lo que se había decretado como muerto o  inexistente, vivía.

 

Los cuatro Maestros siguieron, sin pertenecer al mundo real, sin ser de otro tiempo que no fuera el propio y sin pertenecer más al silencio, el silencio que ahora los devolvía por serles ajenos. Mientras, sus lágrimas enlazadas, estrellas en el agujero de las órbitas, titilaban, fulguraban, se cruzaban con las del cielo a través de las ventanas rústicas y se reflejaban en el agua empozada de mis ojos y los de El Ingeniero.

Foto: Vestuario LWMP de AI
Revista digital Territorio Teatral

 

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