Cristina

Por Alberto Godino

∗ Ciudad de Córdoba - Escritor |

Con los años el tedio se me había transformado en una segunda piel, casi en una identidad. Sabía que aquella mañana de lunes, como todas las mañanas, me estaría esperando la repetición. También sabía que no haría nada para evitarla.

El despertador había dejado de sonar hacía un rato largo. Yo estaba en la última de las etapas del complejo proceso de despertarme. Permanecía en la cama, estirada, quieta y con los ojos voluntariamente cerrados. Sabía que ya no iría a trabajar. Tendría que pensar en alguna excusa y luego avisar a la biblioteca.

Inspiré profundo, y después resoplé un aire espeso con memorias de algas. Abrí los ojos y comencé a mover mi cuerpo grande. De a poco lo fui acomodando hasta quedar apoyada en el respaldo de la cama matrimonial que compartía con mi madre.

Yo era la mayor de cinco hermanos y tenía la desgracia de ser la única soltera, la única sin hijos y, según decían, la única enferma. Vivía con mi madre en un departamento pequeño que inauguraba un largo pasillo con viviendas iguales. Pagábamos los gastos con el dinero de mi sueldo y con el de la pensión que cobraba mi mamá. Cuando era necesario, mis hermanos aportaban de mala gana.

De un momento a otro llegaría Marta, una enfermera jubilada que cuidaba de mi madre por las mañanas. Sería un día más de soportar sus quejas murmuradas. Mientras tanto, nos ocuparíamos de higienizar a mi madre, de ponerle ropa limpia y de cambiar sus sábanas orinadas. Por las tardes, cuando regresaba de la biblioteca, Marta me esperaba ya lista para irse. La solía encontrar en la puerta de calle, impecable, con sus zapatos blancos y su peinado tirante que terminaba en un rodete con forma de tomate. Luego vendrían las horas más lentas, las de quedarme a solas con aquella mujer anciana a quien llamaba mamá, como llamando a un recuerdo.

Antes de levantarme giré la cabeza hacia ella. Hacía calor, pero lo mismo cada noche yo cubría con mantas su cuerpo empequeñecido. Por años la había escuchado quejarse de tener frío y, si bien ya no se quejaba, yo seguía abrigando aquel recuerdo. Ella ya no se quejaba del frío, ni de nada, sólo se la pasaba durmiendo con una ausencia obscena.

Como cada mañana, me quedé un rato sentada al borde de la cama. También, como cada mañana, miré mis pies desnudos. Eran grandes, y con el tiempo habían tomado una forma globosa. Pensé que si mostrara una foto de ellos, a muchos les costaría reconocer que aquellas imágenes abultadas correspondían a pies. Seguramente su anatomía se había deformado por los años de trasladar mi cuerpo pesado. Parecían de mármol. De aquel mármol blanco con el que se hacían las estatuas, cuya opalescencia dejaba ver líneas oscuras profundas y añiles en tornasol. Como cada mañana, me sacó de mis pensamientos el ruido de la llave girando en la cerradura de la puerta de calle. Marta había llegado. Diminuta y ágil, entró como todas las mañanas refunfuñando al departamento todavía en penumbras. Sin ocultar su fastidio se dirigió a la ventana del dormitorio que daba a la calle y comenzó a levantar la persiana.

—Hace un día hermoso —dijo—. Y por lo que veo, faltará de nuevo al trabajo... Dichosa que puede. ¡Diga algo, o no tiene lengua!

Marta, además de enfermera, era una reprochadora profesional. No le contesté, estaba acostumbrada a las reprimendas. El reto había sido el idioma de mi infancia. El idioma de mis padres, también de mis hermanos, de mis jefes y de las Martas de turno. Permanecí en silencio, con el tiempo aprendí que lo mejor era no reaccionar. A veces tenía la sensación de hacer cosas para ser regañada. Experimentaba una sensación de alivio cuando los demás me tomaban como blanco de sus enojos, los sentía como si fuesen una particular forma de ser cuidada.

Fui bamboleante hasta la ventana abierta por Marta. Mirar la calle desde ese lugar formaba parte de la ceremonia del despertarme. Vi a los chicos con guardapolvo pasar camino a la escuela, al vecino de enfrente, el bancario, que dejaba su auto con el motor encendido mientras se bajaba apurado a cerrar el garaje. Vi las ramas de los árboles moverse por la brisa de octubre, a un perro recorriendo los cestos de la basura intentando romper las bolsas dejadas durante la noche, a los vecinos que esperaban en la parada del ómnibus. Me pareció una mañana como todas y todas las mañanas me parecían como una.

Siempre miraba la calle, pocas veces miraba al cielo. Pero aquella mañana, por encima de los techos de las casas de enfrente vi asomarse un barrilete pequeño que arisqueaba en el aire. El barrilete avanzaba a fuerza de tirones y los tirones a fuerza de terquedad. Pensé que no era buena la torpeza como forma de enseñanza, que seguramente había otras maneras para que un barrilete aprendiese a volar, o para que encontrase el gusto por querer hacerlo. Sentí lo que hacía tiempo no sentía, sentí curiosidad.

Por detrás de las casas de enfrente había un descampado. Estaba entre las vías del tren y la villa que venía creciendo al lado del galpón abandonado. Ahí los chicos se juntaban para jugar al fútbol y, en ese lugar, esperaba encontrar al impetuoso. Salí del departamento sin avisarle a Marta, tampoco me ocupé de cerrar la puerta. Atrapada por la curiosidad caminé rápido y por el medio de la calle. A lo lejos escuchaba los gritos de Marta diciéndome que había salido en camisón. Los vecinos me miraban extrañados y hacian gestos de no entender. Llegué agitada a la esquina. No estaba acostumbrada a caminar rápido. Subí a la vereda y me apoyé en el poste de la luz. Sentí que el corazón me golpeaba el pecho, como si fuese un pulpo atrapado embistiendo las mallas de la red.

Cruzando la calle estaban las vías y cruzando las vías el descampado, donde nadie remontaba un barrilete y nadie jugaba al fútbol. Al fondo se veía el despertar de la villa. De aquel laberinto de chapas salían mujeres a buscar agua, otras entraban al laberinto con sus tachos llenos, un pequeño grupo esperaba junto al camión cisterna su turno para cargar. Vi a hombres salir en bicicleta, la mayoría con un bolso en bandolera, donde supuse llevarían ropa de trabajo, alguna herramienta y algo para comer. Imaginé a los hombres gastados saliendo de las casillas de chapa a los patios de tierra, los vi lavarse la cara en una palangana y luego peinarse frente a un espejo roto. Los imaginé tomando mate y pensando qué hacer para matar al tiempo, antes que el tiempo los mate a ellos. Los niños pequeños quizás dormían, los más grandecitos estarían en la escuela. No imaginé viejos. En aquellas escenas, se me representó un resumen de fragilidades y deudas.

De pronto la vi, era una niña. Cruzó corriendo el descampado polvoriento jalando el hilo de su barrilete, llevaba su brazo derecho extendido hacia atrás y hacia arriba. De tanto en tanto giraba su cabeza hacia el barrilete con la ilusión de ver volar alto aquel rejunte de papel y cañas. Cuando notaba que el barrilete bajaba en lugar de subir, ella corría más rápido y dejaba de mirarlo. Después se detendría y el barrilete bajaría los pocos metros que lo separaban del suelo. La vi patear el polvo, como alejando la mala suerte.

La niña se había sentado en el suelo a ovillar el hilo y solo se detenía para sacar alguna espina de amor seco, cuidando de no pincharse los dedos. Yo me fui acercando sin que se diera cuenta, me quedé parada a un costado y la miraba realizar su tarea. La niña no me vio, parecía estar concentrada solo en su ovillo, lo veía crecer con el ir y venir de su mano que devanaba en ocho alrededor de un palo. Y yo miraba aquella escena que me había capturado.

El pelo marrón de la niña bajaba en desorden hasta la mitad de su espalda. Un pelo lacio, revuelto y olvidado. Tenía las piernas flexionadas y sobre sus rodillas apoyaba el ovillo. Era bonita. Parecía hipnotizada por los movimientos de su mano devanando el hilo. Me llamó la atención el vestido que tenía puesto: un vestido de color azul oscuro, de una tela de aspecto brillante como si fuese terciopelo, con una puntilla blanca que contorneaba el borde del cuello y el fruncido de las mangas. Me trajo recuerdos de mi infancia y de mis vestidos de fiesta. El vestido le quedaba grande, graciosamente grande.

Pasó un rato largo hasta que la niña se dio cuenta de mi presencia. Entonces, dejó de ovillar y me miró con recelo. Tenía ojos oscuros y grandes como grandes perlas negras o como uvas frescas. Pensé que eran ojos demasiados lindos para merecer la desconfianza. La niña me seguía mirando y yo a ella. Miré sus mejillas ásperas y sucias de tierra, su piel quemada por el sol y con grietas del descuido. También miré su nariz pequeña y los caminos nacarados que iban de sus orificios hasta su boca... Y otra vez las fotos de mi infancia. Me vi explorando el patio de mi casa cuando mis padres dormían la siesta, recordé las huellas brillantes que la baba seca de los caracoles dejaba sobre las lajas oscuras. De pronto la niña se movió y temí que se fuera, entonces me apuré en decirle:

—Hola.

Y me vi envolviendo en una toalla limpia a la niña recién bañada. No le di tiempo para que responda a mi saludo, quizás presentí que no lo haría o quizás fue la ansiedad por evitar que se fuera, lo cierto es que mi pregunta no esperó:

—¿Cómo te llamás?

Y me vi en la cocina de una casa alegre soplando un plato de comida caliente para ella. Me sorprendió que me contestara como si hubiese estado esperando mi pregunta.

—María, ¿y vos?

Y vi a María parada sobre su cama esperando que le pusiera el camisón.

—Yo me llamo Cristina.

Y me vi leyendo un cuento para María, quien no tardó en decir:

—Yo no tengo mamá, ¿y vos?

Pude equivocarme, pero sentí que las dos teníamos miedo a que la otra se vaya. Y sin pensarlo le respondí:

—Yo tampoco.

¿Por qué lo habré dicho? Mi madre no sólo vivía, sino que vivía conmigo y escasamente a una cuadra de aquel descampado. ¿Por qué motivo le mentí a la niña? Era cierto que mi madre, a causa de su enfermedad, había perdido casi por completo la memoria de su pasado y no podía tomar nota de su presente. Es decir, que en donde habían existido los registros de su vida hoy solo le quedaba páginas en blanco en las que ya nada se escribiría. Al decir poético del médico que la atendía, la situación de mi madre podía asemejarse con la de un río al que se le fueron secando sus aguas y el que ya nunca tendrá afluentes ni cuenca que lo alimente.

Hacía mucho tiempo que mi madre no sabía que yo era su hija. Al comienzo se lo vivía recordando, aunque de poco sirvió mi insistencia. Finalmente perdí la esperanza que volviera a pronunciar mi nombre. Sí, tenía una madre, pero que no me nombraba, que no me deseaba un buen día cuando salía a trabajar, ni me preguntaba cómo me había ido cuando volvía. A pesar de todo yo conservaba la costumbre de hablar con ella. Por las tardes, cuando Marta se iba, me sentaba a un costado de la cama y le contaba cosas que había escuchado en la radio o, en tono de confidencia, le decía lo que se rumoreaba entre los vecinos. También le contaba sobre los problemas en mi trabajo o le hablaba mal de mis hermanos, total ella no entendía. Era contradictorio, yo hablaba sola para sentirme acompañada. Le podía contar cualquier cosa total ella siempre estaba igual, no se alegraba por las cosas buenas, tampoco se ponía triste por las malas, no se reía de las graciosas, ni mostraba interés por nada.

En aquella condición no existía mucha diferencia entre tener una madre y no tenerla. Pensándolo de ese modo, el haberle dicho a la niña que yo tampoco tenía mamá era una verdad a medias, pude haber dicho lo contrario, y ninguna de las dos respuestas terminaría siendo falsa ni cierta del todo. También podría haber contestado que no sabía o podría haber dicho que tenía pero que no tenía, y con esa respuesta tampoco hubiese falseado la realidad ni engañado a nadie. Pensé que mi situación pertenecía al campo de lo confuso, un estado paradójico en el que era huérfana de madre, pero con mi madre viva.

De pronto sentí en mi mano una caricia tibia. María se había tomado de mi dedo meñique y me miraba desde abajo. Parecía estar lista para irse conmigo. Me estremecí. Al instante mi ánimo se pobló de temores. No sabía qué hacer con aquella niña desconocida, pensé que me estaba metiendo en un lío, quizás hasta en un problema legal. Luego mi ánimo se comenzó a poblar de deseos. Me dije que no tenía nada de malo invitar la niña a mi casa, ofrecerle un vaso de leche y galletas, y regalarle alguna de mis muñecas. Cuidando de no soltar mi dedo de la mano de María, me agaché para preguntarle:

—¿Tomaste la leche?

Moviendo su cabecita me contestó que no.

—Entonces te invito a mi casa, te invito a tomar la leche.

No recuerdo si tuve esa intención, pero al instante advertí estar haciendo dos invitaciones y no una.

—Vamos a tu casa, —dijo María.

La respuesta de María me lo confirmó. Creo que ella tomó la invitación que más necesitaba y también aprovechó para sugerirme que, el tipo de hambre que tenía, no se calmaría con galletas ni leche. También pensé en aquello de estar metiéndome en un lío y, sola me dije, que cuando una no tiene dónde estar, un lío puede ser un buen lugar donde meterse. Con María tomada de mi dedo comenzamos a caminar en dirección al departamento.

Llevé a María sin apuro. Quería saber más de ella y le fui haciendo preguntas como quien habla de cualquier cosa. Supe entonces que tenía siete años, que era paraguaya y que su madre la había traído a Córdoba de muy chiquita. Supe también que su mamá pedía en la calle y que de eso vivían. María necesitó aclararme:

—Pero yo no tengo mamá, la mató un auto la noche que se apagaron las luces.

Me contó que fue su tía quien la llevó a la villa, pero luego ella también se fue y la dejó sola. Le pregunté con quién se había ido, y María me dijo que se fue con la policía, en un auto.

Por lo que pude averiguar hasta ese momento, María, aquella niña de siete años estaba sola. Con excepción de su tía, María no habló de ninguna otra persona. Además, no supo decirme dónde había vivido con su mamá, sólo dijo que pedían en la calle, y yo supuse que quizás también vivían en ella.

Faltaba poco para llegar al departamento y no pude dejar de imaginarme la reacción de Marta cuando me viese entrar con María. Seguro que pondría el grito en el cielo. Me la imaginé levantando sus manos y exclamando que de dónde había sacado aquella niña. Luego diría cosas tales como... que era lo único que me faltaba... o me preguntaría si me había vuelto loca. Lo mío era más un ejercicio de imaginación que otra cosa, hacía muchos años que había desarrollado una sordera selectiva para defenderme de los reproches. En consecuencia, la escena que podía representar Marta no me preocupó, salvo por María que podía asustarse. Buscando que la reacción de Marta no la tomara por sorpresa le dije:

—María, en mi casa vas a conocer a una mujer bajita que se llama Marta. Ya la vas a ver, es muy graciosa, usa unos zapatones blancos que parecen dos conejos y se peina el pelo hacia atrás, bien estirado. No sé cómo hace, pero le da unas vueltas al pelo hasta que lo deja con la forma de un tomate, ella dice que se llama rodete. Marta es buenísima, pero muy gritona, a veces parece una loca de cómo grita y hay gente que se asusta... Pero no las niñas valientes como vos. Puede asustar un poco a la gente que no la conoce pero, como te decía, es muy buena y le gustan mucho los niños.

María movió la cabeza en señal de haber entendido. Y yo me pregunté si mis palabras serían una buena fórmula contra el susto. Cuando sólo nos faltaba cruzar la calle para llegar al departamento, le dije a María que la puerta verde era la de mi casa. Cruzamos rápido como dos niñas y yo me apuré en tomar el picaporte. Me sucedió algo extraño, me quedé quieta pensando en nada, sin estímulos ni sensaciones, un instante de ceguera blanca que todo lo desaparece, o una pausa muda como en las películas épicas anticipando el grito de la acción en los campos de batalla. Fueron segundos, luego la miré y le hice seña de quedarse callada. Comencé a bajar el picaporte lentamente, tratando de no hacer ruido, luego empujé la puerta utilizando la misma fórmula, suponiendo que mientras más lento abriese la puerta más silenciosa sería. Nuevamente miré a María buscando asegurarme que estuviese bien. Finalmente entramos como quien huye.

Marta no pareció darse cuenta, al menos eso pensé. Estaba parada frente a la mesada de la cocina lavando la vajilla sucia que yo había dejado la noche anterior. Pero la percepción de Marta fue más fuerte que mi cautela silenciosa. Se dio vuelta bruscamente y nos miró con dureza, como era su forma de mirar la mayoría de las veces. En una de sus manos sostenía un tazón de loza blanca y en la otra la esponja. Dejó ambas cosas sobre la mesada sin sacarnos la mirada de encima, se secó las manos en el delantal y llegó el grito:

—¡Pero qué nena más hermosa nos está visitando!

En ese momento vi a María sonreír por primera vez. Experimenté una sensación desconocida para mí, una sensación placentera y tibia, que luego supe que le llamaban ternura.

—¿Y cómo se llama tu amiguita? —me preguntó Marta, que no podía disimular su entusiasmo.

—Se llama María y tiene siete años —dije.

Nuevamente me invadió aquella sensación desconocida que tanto me gustó sentir, pero entonces fue por Marta. Luego agregué:

—Invité a María a tomar la leche.

Marta dijo que entonces ella prepararía un rico desayuno para las tres. También me propuso que mientras ella preparaba el desayuno, María podía darse un buen baño. Le pregunté a María qué le parecía la idea y ella me respondió levantando sus hombros flacos. Su respuesta la interpreté como una aceptación un poco vergonzosa, luego pensé que María también podía estar diciendo que le daba lo mismo, pero que si nosotras queríamos, se lo daría.

Bajo la ducha el agua tibia parecía vivificar a María. Luego mis dedos comenzaron a masajear con suavidad su cuero cabelludo. Islotes de espuma perfumada bajaron por sus cabellos largos y ella con los ojos cerrados, disfrutaba. Desde la cocina llegaba aroma a pan tostado y la voz de Marta entonando una canción italiana de las viejas. Era irreconocible, no lo pensé por la canción que Marta cantaba, lo pensé por mí. Marta colaba el café, antes había puesto a lavar la ropa de María, yo busqué una toalla limpia y María demoró en abrir sus ojos. Aquel momento, a ninguna nos daba lo mismo.

Marta preparó la mesa mientras yo secaba a María. El lavarropas comenzó a centrifugar. Marta nos dijo que el desayuno ya estaba listo. Sentamos a María en la cabecera de la mesa envuelta en una toalla blanca y con su cabello lacio todavía húmedo. El café con leche humeaba en las tazas recién servidas y la manteca se derretía sobre las tostadas tibias que cruzaban la mesa, de la mano de una a la mano de otra. El lavarropas terminó de centrifugar. Marta recogió la mesa y yo le corté el flequillo a María, mientras tanto su ropa se secaba al sol de la mañana. Marta sacó la máquina de coser y achicó dos talles el vestido de María, luego también le buscó una cinta para el pelo. Yo busqué una valija.

Me acerqué a Marta y le hablé al oído, no quería que María me escuchara. Fueron varios minutos de susurro en los que Marta se limitó a escucharme con atención. Luego me quedé en silencio esperando una respuesta, pero Marta no me respondió con palabras. De pronto sus manos tomaron las mías y comenzó a besarlas con religiosidad. Yo preferí un abrazo, lo recibí con un afecto demorado y nos abrazamos fuerte.

Le pedí a Marta que alistara a María mientras me cambiaba de ropa. Busqué en el ropero sin saber qué ponerme y finalmente de aquel desorden separé dos prendas. Me cambié en el baño y luego de algunos minutos estaba lista. Me había puesto una pollera larga, rústica, de color mostaza, y en la parte de arriba una camisa de hilo de color crudo que llamaba la atención, aunque parezca contradictorio, por su sencillez. La pollera me la había regalado mi hermana menor hacía varios años y todavía conservaba la etiqueta de nueva. La camisa en cambio, era vieja, pero llena de afectos. Una camisa usada hasta el cansancio, primero por mi abuela y luego por mí. Era una camisa traída de Italia por mi abuela paterna. Un rato antes, mientras me cambiaba, pensé en mi abuela y en su llegada al país. La imaginé bajando del barco en la tierra de la esperanza. Era una mujer robusta, de cachetes colorados y de risa fácil. Me pareció verla bajando la escalera, y llevando puesta aquella camisa.

Me maquillé, algo a lo que no estaba acostumbrada y también me peiné prolijamente. Me sentí rara, con un exceso de arreglos. Decidí pedirle su opinión a Marta, quien lavaba la vajilla del desayuno. Me le acerqué, pero no demasiado, busqué dejar la distancia suficiente como para que pudiera verme de cuerpo entero, entonces le pregunté:

—¿Cómo estoy?

Marta se tomó su tiempo, me miró y volvió a mirarme, mientras tanto fue haciendo gestos de aprobación, finalmente me respondió:

—Estás viva. Y parecés una madre llegando a la tierra de la esperanza.

Nos abrazamos de nuevo, la segunda vez fue más fácil, luego busqué recuperar la compostura y sacudí mi camisa como queriendo plancharla con las manos. Después le pregunté por María.

—La dejé mirando televisión, —me contestó en voz baja y con mirada suspicaz.

Pero María no estaba mirando televisión, sino acariciando los cabellos blancos de mi madre. Años después, Marta recordó aquella escena como la más conmovedora de su vida. Dicen que habló de haber visto a una abuela niña acariciando a una nieta anciana. También de haber sentido una ternura extraña y que, desde entonces, no había pasado un solo día sin recordarla.

Me acerqué con la esperanza de no dar explicaciones, al menos de no darlas tan pronto. Sabía que llegaría el día de tener que decirle a María que le había mentido, que mi madre estaba viva, de algún modo viva. Me quedé junto a ellas en silencio, deseando que fuese contagioso. De pronto María me tomó la mano y eso me dio tranquilidad. Después me preguntó quién era y yo incómoda le dije que después se lo explicaría, que ahora nos teníamos que ir.

Llevé a María hasta la mesa donde habíamos desayunado. Le acomodé una silla, le di hojas en blanco y lápices de colores. Le pregunté si se animaba a dibujar un barco, uno que no se hundiese. María no me contestó y se puso a jugar con los lápices. Los acomodaba uno al lado del otro, del más chico al más grande. Le dije que ya volvía y fui a recostarme junto a mi madre. Me arrimé lo más que pude, también incliné mi cabeza hacia la de ella y le hablé al oído como quien comunica secretos o revela verdades íntimas. Permanecí un rato largo en aquel acto confesional y, una vez concluido, la besé en la frente. Me puse de pie, me salieron algunas lágrimas que sequé con mi mano, me aclaré la garganta y me dije: Estoy lista.

Era cerca del mediodía cuando abrí la puerta del departamento. Había llegado el momento de las despedidas. Con Marta nos abrazamos por tercera vez aquel día, cada vez más fácil. Luego ella besó a María en forma de lluvia y le repetía lo hermosa que era. Con María estábamos de punta en blanco y comenzamos a caminar con decisión. Caminamos tomadas de la mano, doblamos en la esquina y ninguna de las dos se dio vuelta.

Yo llevaba una valija grande y vacía. Había decidido no cargar con el peso de las cosas viejas. María, a quien su tía le dijo que su madre se había ido al cielo, quizás pensó que ya no necesitaba remontar barriletes para encontrarla.

Marta, desde ese día, comenzó a saludar a las personas con un abrazo.

A ninguna nos daba lo mismo.

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2 Respuestas

  1. pedro dice:

    me dio tristeza la vida que llevaba. aunque siempre mantenemos. la esperanza

  2. Silvia dice:

    Hermoso.Quizas cristina habia fundado su vida sobre la falsa ilusión de la familia como ideal,”soltera como desgracia” sin hijos. Quizas era huerfana de si mismo …y eligió quedarse como hija , quizas no podia sin otro. Esperanza o repetición? No sé..prefiero pensarla con una frase de Franz Kafka “Todo lo que amas probablemente se perderá , pero eventualmente el amor volverá de otra manera”.

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