La viejas travestis

Ilustración: Copi, de la serie Las viejas putas

Por Copi (Raúl Damonte Botana)

∗ Buenos Aires ( 1939 ) - París (1987 ) | Escritor, dramaturgo  e historietista

«Mimí, atiende, hay un negro que nos mira» dijo Gigí. Eran dos viejas travestís con pelucas rubias que hacían la calle por la acera de Rue des Abbesses. El hecho de vestirse como si fueran gemelas les conservaba una cierta clientela, a pesar de sus sesenta años bien cumplidos. Mimí, que era muy miope, gritó «¿Vienes, querido?», dirigiéndose a una farola. Gigí lanzó una carcajada. «Eres la maricona más bruta que he visto nunca» dijo desternillándose de risa. El príncipe Koulotô sacó una petaca de oro del bolsillo interior de su gabardina blanca, extrajo un Kool, y lo encendió con su mechero de laca china. «¿Te vienes, pues, querido? » se pusieron a chillar las dos travestís desde el otro lado de la calle, haciendo restallar sus látigos sobre la acera. El Príncipe Koulotô, tras haber encendido su cigarrillo, atravesó la calle y fue a inclinarse ante ellas. «¡Yo querer ofreceros mi reino! » Y sacó de su billetera de cocodrilo verde una tarjeta dorada en la que se hallaba escrito su nombre con gruesos caracteres, sobrevolado por una corona. «¡Vosotras, mujeres más bellas universo!» añadió, inclinándose hasta casi tocar el suelo con la frente. Gigí le dio un codazo a su amiga. «¿Has oído eso?» dijo. «¿Cuánto pagas por hacerte azotar por las gemelas rubias?» le gritó Mimí, haciendo chasquear su fusta. «Yo amor sincero» dijo el Príncipe, cruzando las manos sobre el pecho y poniéndose de rodillas. Gigí le largó un fustazo a su panamá blanco, que cayó a la calzada. «Entonces ¿te gustan mis tetas, querido?» dijo Mimí, desabrochándose su corsé de cuero y dejando ver sus grandes prótesis de parafina. Gigí le sacó la billetera del bolsillo interior; un taco de billetes de quinientos francos rodó por la acera. Las dos viejas travestís se precipitaron a recogerlos, los metieron en uno de sus bolsos y corrieron hasta la esquina de la Rue des Martyrs. Una vez allí, miraron hacia atrás. El Príncipe Koulotô permanecía inmóvil en el mismo sitio, bajo la luz de la farola. «Está lelo» dijo Gigí; y se pusieron a contar los billetes de quinientos francos. Había un centenar. «¡Es una millonaria!» gritó Mimí. Y se volvieron corriendo hacia Koulotô. «Estamos enamoradísimas, ¿sabes?» dijo Mimí. Le tomaron cada una por un brazo y lo ayudaron a levantarse; lo arrastraron hasta Rue des Martyrs, haciéndolo subir uno a uno los escalones de su edificio, hasta un quinto piso, donde tenían alquilado un destartalado apartamento de dos piezas. Todo el suelo estaba recubierto de pieles de cabra. Koulotô se dijo que nunca en su vida había encontrado unas mujeres tan encantadoras. Había desembarcado en Orly a las cuatro de la mañana y había alquilado un Cadillac blanco para precipitarse hacia Pigalle, que él consideraba el centro del mundo. Y había tropezado con las dos viejas travestís, que eran las últimas que estaban haciendo aún la calle por no haber encontrado clientela. Quedó inmediatamente prendado de sus vestidos de cuero y sus gafas de brillantes; paró el Cadillac en la esquina de Rue des Martyrs y se acercó a ellas tímidamente. El modo como lo habían tratado no le chocó lo más mínimo; encontraba a los dos travestís adorables y se puso caliente de inmediato. Mimí lo acostó sobre las pieles de cabra del suelo, le abrió la bragueta y le mordió el sexo, mientras Gigí se quitaba las bragas y le frotaba el suyo contra la cara. El olor de pachulí de Gigí le hizo dar vueltas la cabeza. Eyaculó hundiendo la cara entre las piernas de Gigí, que le orinó en la boca; Mimí le mordió al mismo tiempo los testículos hasta hacerle llorar; el Príncipe eyaculó por segunda vez, sollozando, mientras Gigí le arrancaba su reloj de pulsera de oro y Mimí le registraba los bolsillos, donde encontró una postal de Koulataï: un lago en el que se reflejaban las trescientas sesenta y tres torres del palacio del Príncipe Koulotô, en pleno centro de África. Las viejas travestís se miraron entre sí. Después de sesenta años de humillaciones (o casi), habían encontrado al fin el hombre de sus vidas. Se besaron diez veces en las dos mejillas y se pusieron a bailar una java al son de un viejo disco de Yvette Horner. Koulotô, que nunca había visto bailar a mujeres blancas de carne y hueso, creyó morir de asombro. Se abrochó la bragueta y preguntó: «¿Cuarto baño?» «¡Hala a bañarte!» rió Gigí, mientras Mimí le empujaba hacia el interior de su minúscula cocina, donde Koulotô pudo lavarse la cara y el sexo con la ayuda de un paño de cocina que apestaba a moho, pero que él tomó por el colmo del refinamiento en materia de cosmética parisién. Entre tanto, las travestís bajaban sus maletas de cartón de encima del armario y metían dentro todos sus cachivaches gemelos: dos pares de botas de tacón de aguja en plástico dorado, dos pares de pantuflas totalmente gastadas, unos cuantos pares de medias de malla desparejados, dos petos de cuero con agujeros para dejar ver los senos, dos minifaldas de esponja color naranja y dos pantis de piel de cebra sintética. Mimí metió en su maleta los cosméticos y las hormonas y Gigí las cosas de aseo en la suya: un cepillo de dientes común, una piedra pómez, una vieja pera de lavajes y pegamento dental para las dentaduras postizas, que al mismo tiempo les servía como lubrificante para el ano. El Príncipe Koulotô se inclinó para recoger las dos maletas y salió al pasillo, mientras las dos viejas travestís se dedicaban a romper todo lo que quedaba en el apartamento. Destriparon los colchones, hicieron trizas el espejo del armario, arrojaron la mesita de noche por la ventana, y dejaron abierto el gas y los grifos del agua. Luego se colocaron sus impermeables de piel de pantera sintética y bajaron las escaleras del inmueble, ante los vecinos que, despertados por el escándalo, se agolpaban en los rellanos. A menudo les habían causado molestias, debido a lo especial de su clientela, pero esta vez no se atrevieron a insultarlas como habían hecho otras veces, a la vista del negro que las seguía: un gigante de casi dos metros, bello como un dios. Mme. Pignou, en camisón, susurró a su vecina de escalera: «¡Si es el Príncipe Koulotô!» Había visto su foto en un vespertino. Descendiente de la Reina de Saba, por parte de madre, tenía fama de poseer el rostro más perfecto de toda la raza negra. La gracia de su sonrisa y su mirada de gacela volvían locas a las lectoras de revistas del corazón del mundo entero, desde que había entrado en pose sión de la más fabulosa fortuna de la tierra. Era el jefe espiritual de doscientos millones de almas extremadamente piadosas que, cada viernes, le regalaban su peso en diamantes, y un pájaro de papel, emblema de su dinastía. El Príncipe Koulotô abrió el portamaletas del Cadillac blanco donde metió las dos maletas de cartón; abrió luego la puerta trasera a las dos viejas travestís y se sentó en el lugar del conductor. De inmediato, corrieron rumbo a Orly, atravesando el París desierto de las cinco de la madrugada. Las dos viejas travestís, que hacía siglos que no salían de Pigalle, lanzaban gritos de alegría cada vez que veían un monumento. Koulotô estaba radiante de alegría. Una vieja leyenda africana decía que el dios del Universo Futuro nacería de la coyunda de un rey negro y dos mujeres idénticas de cabellos rubios, que tendrían pene y que llegarían a su reino en un pájaro metálico. En Orly, un avión construido en forma de ave del paraíso, sutilmente pintado por los más grandes artistas del reino Koulô, resplandecía bajo el primer sol de la mañana, con los motores ya en marcha. Las dos viejas travestís aplaudieron y se pusieron a bailar de alegría en la misma pista de aterrizaje, ante la mirada de asombro de la tripulación, compuesta por eunucos vestidos con túnicas de pluma blancas. Una joven impúber, negra como el ébano, descendió completamente desnuda la escalera del avión, con un brillante grande como un puño en cada mano; dio unos pasos de danza extremadamente graciosos y tendió un brillante a cada una de las travestís; ellas los metieron en sus viejos bolsos de lona encerada. A continuación, toda la corte entró en el avión, los dos travestís a la cabeza, cantando: «Il est cocu, le chef de gare!» Los indígenas acompañaban el estribillo con su acento melodioso. La puerta del ave del paraíso se cerró y el «Concorde» despegó. La Corte del Príncipe Koulotô respiró al fin, viendo, por primera vez desde su ascensión al trono, brillar el sol de la felicidad en la imberbe cara de su jefe espiritual, mientras las viejas travestís se ponían moradas de champán y se metían una a la otra los cuellos de las botellas en el culo, saltando sobre los respaldos de los asientos. Y cuando, completamente mareadas, se pusieron a vomitar, los eunucos las acostaron en dos divanes recubiertos de piel de nutria negra. Mimí, con el vientre sobresaltado por tantas emociones, se cagó. Los eunucos la perfumaron con incienso; el Príncipe Koulotô la cubrió de besos mientras ella roncaba como un loro. Gigí, en cambio, reía en sus sueños como una loca. Una hora antes de llegar al aeropuerto del reino, los eunucos despertaron a las dos viejas travestís, para colocarles dos hermosos vestidos recamados de perlas negras que llegaban hasta el suelo, con rubíes en la parte de los senos. Ellas se echaron a reír al verse en el espejo del lavabo. El Príncipe Koulotô abrió la puerta y pisó el primero la inmensa escalerilla del avión, toda ella tapizada de piel de visón blanco. Afuera, una muchedumbre imposible de abarcar con la vista aguardaba desde la noche anterior, esperando la llegada de las dos travestís anunciada a todo el país por las radios de transistores. Trescientos sesenta y tres elefantes, pintados de mil colores, arrodillados al principio de la pista, esperaban. Cada uno de ellos llevaba encima una palmera rosa, con un joven negro colgado de ella en posición artística, mostrando una banana rosa en la mano. El Príncipe Koulotô, que se había puesto una chilaba de lino blanco y un turbante del mismo color, se inclinó ante las dos travestís que, locas de alegría, se pusieron a cantar la Marsellesa. Koulotô tomó a cada una de un brazo y bajó la escalerilla del «Concorde», aclamado por la multitud indígena. Gigí y Mimí ingresaron así, con gran naturalidad, en el destino de su sueño común, que habían presagiado desde siempre.

 

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