Mi papá montaba a caballo y se iba para el campo.
Mi mamá se quedaba sentada cosiendo.
Mi hermano menor dormía.
Yo, un chico solo entre los árboles de mango,
leía la historia de Robinson Crusoe,
una historia larguísima que no termina nunca.
Al mediodía blanco de luz una voz que había aprendido
a arrullar en los lejanos tiempos de la esclavitud y nunca se había olvidado
llamaba a tomar el café.
Café negro como la negra vieja
café rico
café bueno.
Mi mamá se quedaba sentada cosiendo
y me miraba:
–Psst… No despiertes al bebé.
Después miraba la cuna donde se había posado un mosquito.
Y daba un suspiro… tan profundo.
Allá lejos, mi papá cabalgaba
en el campo sin fin de la hacienda.
Y yo no sabía que mi historia
era más linda que la de Robinson Crusoe.
Ilustración: Alejandro Barbeito