Carlos Gardel, una sonrisa para la eternidad argentina

Por Alejandro Mareco

∗ Bell Ville, Provincia de Córdoba (1963) - Escritor y periodista |

Esa foto, en la que asoman todos sus dientes blancos como pintando la vida, acaso fue su gran legado para la eternidad argentina. La sonrisa de Gardel es nuestra, sí, porque nos presentó ante el mundo como un pueblo cantor, capaz de inventarse un cielo musical; porque nos hizo sentir que podíamos ser protagonistas y, tal vez un día, felices como él.

"El alma popular que se estremecía con sus canciones y que se entusiasmaba con sus dotes de intérprete, acaba de recibir un duro golpe a sus sentimientos. El ídolo del cancionero de arrabal, ‘el Zorzal', acaba de enmudecer. Y ha enmudecido sólo como un pájaro podía hacerlo, en vuelo...". Así sentía la crónica de La Voz del Interior del 25 de junio de 1935, el día siguiente de que en el aeropuerto de Medellín, Colombia, el fuego se devorara la inmensa pasión de Carlos Gardel.

Aquel fue uno de los momentos más estremecidos en la historia de la tristeza de las multitudes argentinas: habíamos perdido al más luminoso emergente de los sectores populares.

Era la voz –insuperable e indegradable–, de una de nuestras más grandes creaciones culturales: el tango. Sucedió hace más o menos un siglo, y fue quizá la primera gran síntesis que logró alcanzar esta identidad en tránsito, aún infante.

A la hora de cocinar el guiso tanguero, se echó a la olla un raro instrumento que un barco alemán dejó en el puerto, el eco africano de los negros sobrevivientes de la esclavitud, los apasionados modos italianos de ser inmigrante, las guitarras del interior, la creciente urbanidad porteña y otras cosas que definían aquel nuevo país que se ponía en marcha después de un siglo 19 atravesado de luchas.

Carlos Gardel fue el abanderado del tango, de los primeros que lo presentaría como una canción y no sólo como música para danzar, el que cantó como ninguno las verdades de la vida y del corazón de su tiempo y también del que vendría. Y por si fuera poco, fue capaz de cantarlo afuera, en Nueva York o en París, y con su voz su sonrisa y su porte viril, ponerse al mundo en el bolsillo.

Pero también fue un cantor nacional, porque desde los comienzos de su carrera, cuando integraba dúo con José Razzano e interpretaba estilos y otros motivos criollos.

Su gigante dimensión de artista se apuntala también en su genial talento como compositor, que dejó una cantidad de temas que desde entonces nunca han dejado de ser cantados ni de cautivar incluso a muchos intérpretes extranjeros.

Habría que ponerse a repasar, pero incluso en el mundo no deben ser tantos los autores de música popular que sostengan tantas canciones vigentes un siglo después (Cuesta Abajo, El día que me quieras, Mi Buenos Aires querido, Amores de estudiante, Volver, entre tantas que están siempre a flor de labios de la gente). Muchas fueron compuestas con Alfredo Le Pera, en antológico dúo de música y letra.

La varita mágica del cine
Pero su enorme popularidad, su estatura de mito no hubiera alcanzado semejante trascendencia sino no hubiera sido por su condición de estrella de cine, materializada a través de numerosas películas cantadas.

Sobre todo a comienzos de los años ‘30 cuando comenzó a filmar en Estados Unidos. Para el cine norteamericano, que encantaba al mundo, Gardel era una imán para abrir camino en el mercado latinoamericano (Colombia, el escenario de su muerte, fue uno de sus pueblos devotos).

El poder de las películas para ungir semidioses modernos ya había sido probado.

"Los dioses son el sentido superior que las cosas poseen si se las mira en conexión unas con otras (...) . Son lo mejor de nosotros mismos, que una vez aislado de lo vulgar y de lo peor toma una apariencia personal", escribió José Ortega y Gasset.

Carlitos lo tenía todo: voz, pinta, inspiración, carisma, dinero y felicidad para derrochar. Pero además, seguía fiel a su vieja, a sus amigos, a su ciudad: cruzaba el mar, pero siempre adivinaba el parpadeo de las luces que a lo lejos marcaban su retorno.

Tal vez, Carlos Gardel siempre sospechó de su destino mítico, y puso su voz, sus gestos, sus actos y su imagen al servicio de su posteridad.

Tal vez fue por eso que una tarde, rodando por Buenos Aires, le dijo al conductor del auto, su amigo Irineo Leguizamo:

— Che, andá despacio que llevás a una gloria nacional.

Su sonrisa es la nuestra, sí, porque seguimos siendo su pueblo cantor y porque, mientras trepamos la cuesta del tiempo, Gardel nos sigue cantando.

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