Cuernos de alce

Por Isabel Lagger

∗ Esperanza, Provincia de Santa Fe - Escritora |

Un ruido seco cerca de la ventana me llevó a presenciar el instante en que el eucalipto de la plaza perdía una rama. No de forma abrupta sino rasgándose poco a poco. Esa prolongación de muerte, de gemido interminable, terminó por enojarme al ver que las otras ramas se sacudían en perfecta armonía, unidas y orondas a pesar de los rugidos del viento. Me arrojé sobre la cama del departamento de ciudad con vistas a una plaza, refugio de gorriones.

¡Qué frío es este invierno!, recuerdo haber pensado mientras controlaba las ganas de llorar.

El abuelo suele decir que la temperatura depende de los sentimientos y no de las estaciones, pero el planeta no funciona así. La naturaleza dispone cuando debe ser invierno o primavera. Esa tarde, sin embargo, comprendí sus palabras ya que mi invierno se presentaba más frío dado que mis padres se estaban divorciando.

Las gotas de lluvia se deformaban contra el vidrio de la ventana dividiéndose en fragmentos pequeños que iban deslizándose por toda su superficie hasta llegar al marco, al que superaban con descaro para lamer después la pared del edificio. La rama arrancada de cuajo terminó por caer sobre una mata de rosales que había a los costados de un banco. Sonó el teléfono. Mamá quería saber cómo estaba. Sus llamadas siempre me tranquilizan, como las de la abuela, a quien le conté lo ocurrido al eucalipto de la plaza. Me aconsejó abrir un poco la ventana para recibir el aroma de esa rama moribunda y así lo hice. La abuela ama a los árboles y me dijo que la rama no moriría del todo si yo preservaba su perfume en mi memoria.

Durante su infancia, ella veneraba a un paraíso petiso, tanto como yo al árbol autóctono que se llama garabato. ¿Garabato?, recuerdo haber preguntado al conocer su nombre. Garabato eran para mí los dibujos de mis primas pequeñas. Líneas que empiezan en la hoja y continúan en la mesa, rulos enormes al que nombran casa, auto o papá, pero mamá insistió en que se llamaba “Garabato”. Un árbol espinoso y con ramas retorcidas entre las que habían instalado unas tablas para que pudiera sentarme a soñar con comodidad. Mis fantasías de futuro eran variadas entonces ya que presumía con ser actriz, enfermera, dueña de un kiosco o patinadora famosa, y sobre todo, princesa. Una princesa con castillo que no tuviera que estudiar ni trabajar, que recibiría a otras niñas para que admiraran mis trajes porque mantenía una relación conflictiva con ellas todo el tiempo. Las quería y odiaba en igual proporción y ese vaivén terminaba por producirme sufrimiento. En el árbol, en cambio, podía vengarme y obsequiarles, con la bondad propia de una princesa que lo tiene todo, suntuosos vestidos que las hiciera arrepentirse por haberme ignorado. En el garabato no me costaba hacer amistades. Funcionaba como una lámpara mágica. Sólo bastaba subir a él para disponer cuanto añoraba. Mamá no tuvo ningún árbol donde soñar, aunque soñar, soñaba; y papá también, pero sin árbol.

Corrijo:  es injusto decir que mamá no tuvo árbol porque desde que tengo uso de razón mencionó a uno de nombre extraño, que ella dice justifica nuestras vidas: el árbol genealógico. Estaba pensando en ella cuando llegó con el calzado húmedo y el cabello revuelto –los días de lluvia revolucionan su peinado-cargando  un paquete mojado que olía a empanadas. Mientras reemplazaba su ropa coloqué sobre la mesa dos mantelitos orientales, de esos que se enrollan y se guardan en cualquier cajón, vasos y servilletas de papel (el descarte hace más llevadera la vida, dice mamá), y me puse a observarla. Estaba triste además de cansada. Su jefe había rechazado proyectos importantes en los que había trabajado toda la noche y pensé que necesitaba una tacita de café. A mamá le gusta recibir mimos aunque sea grande. A veces no me doy cuenta y reclamo o me irrito por cualquier cosa. Dicen que se me va a pasar pero yo desconfío porque me cuesta entender que otros también necesitan que los atiendan.

Mamá casi vuelca el café sobre su bata al abrazarme cuando le dije que había pensado en su árbol, el genealógico, al ver que la tormenta robaba una rama al eucalipto de la plaza. Quería darle una alegría y acerté porque ella se olvidó de su cansancio y despejó la mesa para que nos pusiéramos a trabajar. Nada le gusta más que hacer proyectos nuevos. “Construiremos tu árbol genealógico”, sentenció. “Primero serás un tronco”. “¿Tronco, yo?”, respondí  con picardía “Es imprescindible que seas un tronco para remontar tu historia familiar”, agregó mamá. Dibujé un árbol en una hoja de papel afiche, con tronco fuerte para colocar a una nena adentro, (yo) de la que debían brotar dos ramas desde su cabeza; y de la cabeza de sus papás otras nuevas. “Parezco un alce”, exclamé al ver el esquema. Mamá festejó mi broma diciéndome que obraba igual que su papá, que cuenta todo de forma divertida. “Es la herencia”, pensé entonces reconfortada por ese pedacito de historia compartida.

Mamá me explicó que el genealógico representa la heroica leyenda familiar desde el origen. Subrayó lo de heroica porque dice que todas las familias son realmente legendarias. Mientras tanto yo dibujaba un círculo para mamá y otro para papá en la primera “estación” de mis cuernos de alce. Mamá me miraba con ojos de punto y coma desde el papel, y papá no lograba definir si era mueca o sonrisa lo que le había dibujado en su boca. Se me llenaran los ojos de lágrimas al verlos juntos y mamá quiso suspender el trabajo. Le dije que resultaba interesante descubrir fechas, lugares, profesiones, habilidades o comidas referidos a mi familia.

Ocupamos buena parte de esa noche en recordar. Mamá tiene memoria prodigiosa. No sólo sobre sus cosas sino referido a aquello que papá contó de cuando era niño. Empecé a comprender el verdadero valor del árbol genealógico que nos acercaba y protegía bajo su sombra. Recordamos las aventuras de papá con tanta intensidad que pude verlo corretear en su pueblo. Papá niño, papá travieso, papá feliz. Papá, sonriendo en las fotos. Con la cara sucia, remando desde un bote o dispuesto a nadar en las aguas del río.

“Un árbol genealógico es más que un gráfico con datos”, confirmó mamá al descubrir mi emoción. “Es la suma de recuerdos, anécdotas o historias que ligan a una familia. Ya vas a ver cómo tu árbol va a llenarse con más ramas a medida que nos remontemos”. Quise dormir a su lado esa noche. Sentir el perfume de su piel y aferrarme a ella después de haber movido el ramaje de un árbol con nombre extraño. Soñé con él, o quizás con el eucalipto lastimado, no podría asegurarlo. El árbol de la plaza había perdido en la tormenta en tanto yo descubría grandes secretos en mi tormenta personal. Cuestiones de familia que surgían de un ramaje de historias fascinantes que a veces, como  le sucedía a los árboles, dejaba caer alguna rama a destiempo.

El divorcio de mis padres resultó menos traumático gracias al genealógico y como extendimos la epidemia entre los parientes terminamos por tener un bosque genealógico y no sólo un árbol porque todos reflotaban sus historias a partir de fotos viejas que alimentaron muchas charlas domingueras. Anécdotas irlandesas, suizas, españolas, alemanas, italianas se fueron contando para que me interrogara acerca de mi propio comportamiento puesto que intentaba saber cuál de todos los genes me impulsaba a manifestarlo. Una hermosa locura que me ayudó a descifrar caprichos y virtudes y a minimizar mi originalidad porque mis rabietas ya habían sido practicadas antes por lejanos parientes. Mi risa, que creía exclusiva, debió haberse escuchado en otras praderas con sonoridad irrefutable o mis porfías podían bien provenir tanto de mi costado germano como del toque asturiano, pero en esas otras historias ligadas a mi vida podía descubrir cierta vulnerabilidad de amores, que sin ser desamores nunca alcanzan el estatus de olvido. Sin saberlo, el genealógico suavizaba mi sufrimiento y, aunque aún en días oscuros anulo todo lo aprendido, nunca confiero carácter de borrón a mi existencia.

Ardides de la herencia que no justifican mi mal genio sin embargo. “¿Cuál rama se quebró hoy?”, pregunta con sarcasmo mamá cuando quiero utilizar a mis genes como excusa. Tampoco a mis amigas les interesa saber si mi rabieta es importada del Rhin o si viene con envase de España.

Los árboles son algo serio. Y más todavía ese que cuenta mi historia. Esos cuernos de alce que en papel afiche me saludan cada vez que cierro la puerta de mi dormitorio, donde lo he pegado para no olvidarme que soy, como tantos otros, un vulnerable ser humano.

Ilustración: Otoño, Fernando Fader [1924]

 

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